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Guía de Isora 7 de Mayo de 2014
El pastorcillo
Mi amistad con las cabras era sincera, nunca lo dudé,
pero el día a día ejerciendo de pastor ya cansaba, a mí
y a ellas, tan graciosas. Por lo que urdí un plan en que –
bajo contrato – firmásemos que el comité a lo suyo y uno
abierto a otra vertiente de la vida. Hay que decir, para el que quiera leer, que nuestro amor íbase menguando, por lo que había que esforzarse en la búsqueda de otros horizontes, modernas novedades y fantasías.

El rebaño tenía de todo: moriscas y ruanas, negras y blancas, revoltosas y enredadoras. Todas ellas muy amables y consentidas. Al macho cabrío, el patrón, se le había restaurado un goro antiguo y en él se le ubicó para que diera rienda suelta a sus efluvios almizcleros y que abubiara o abubiase solitario y cantarín. Ya no servía. Y a uno le da como pena acabar con esta figura tapicera con esta bajada de telón. Al macho, me refiero.
Y entre las cabritas y uno, yo, se había establecido desde el principio
de los tiempos una relación de amistad como un harem de odaliscas que piden turno para orinar, y donde cada cual, persona, animal o cosa, era consciente de su papel ante la sociedad, inclusive la favorita del sultán,  que era el nombre de mi perro. De ahí nuestras frecuentes relaciones de amor. Ellas, pacientes, no se quejaban y yo tampoco.

Pero todo cansa en este mundo y sin dejar de echarle de comer al ganado, fui distanciando los besos y los mimos y hasta la succión (el amamantamiento primigenio) que tanto agradaba a ambas partes desde el exilio del paraíso, con la ternura que tienen los baifitos. Y uno, yo, dejando caer, a la tardecita, que la manada es lo que es y el pastor debe ser el macho alfa, el jefe, el capataz que ordena y al que todos deben obedecer. Ellas, las cabras – soy muy listo, eso me lo dijo la maestra que montó la escuelita y que enseñome las cuatro reglas indispensables para defenderse en la vida -, pudieron comprobar por su airosa manera de menear el rabo y que todo el rebaño estaba de acuerdo menos una loquinaria que se rebelaba e iba a su aire,  eso ocurre en todas las casas de familia.  Creo. Además, nunca me gustaron otros animales; verbigracia: el camello importado por los beduinos, dada su lógica estructura a todas luces meta de alpinistas y su aguante árido, como un espejismo que guarda en su joroba el unto que puede aliviar dolores y otros fallos de la medicina y que son – lo creemos firmemente – antecesores de la industria frigorífica o de la cadena del hielo. ¿Sí?, sí. Y hay que imaginar que en el manchón, como en los mojones, alguien había plantado pencas mexicanas, que habían enraizado con buen apetito. Un oasis. Y que esas palas de tuneras contenían un emplasto lubricante, como vaselina muy natural, que podría ser muy cariñosa en un momento dado. ¿Áloe a la vera del atajo? Y fijé mi libido en esa exótica especie. Total,  el amor propio es la más que se enquista en el interior de las personas. Uno abre esa flor, ay, y ella se brinda al varón como una odalisca muda, sorda y casi paralítica; lo idóneo y deseable para que el egoísta se recree en su suerte. Y, la cabra, produce bastante más que lo que indica su alocada fisonomía. El queso, a proponer, es bastante bueno y, su leche, si hubiera aguantado el ataque de las multinacionales lácteas, se estaría vendiendo viajada en buenos camiones.

Un buen macho, hay que reconocerlo, puede cubrir a cien o más cabras en una tarde como si nada y a la vista de la mujer que se encarga de este menester que consiste en llevar a la cabrita hembra que se hincha vanidosa y espera, a la vera de la pared de piedra mientras reza el rosario o teje una rebequita para un yerno que la merezca, mirando la señora  para otra parte, aplicada a su labor, mientras la cabra se ríe. Sonríe más bien, enseñando su dentadura envidiable. Pues ese ejemplar, el macho que no supo guardar las distancias,  debe condenarse a pasar los últimos años de su vida, hasta que se haga un buen caldo con sus restos, exiliado en el goro reformado, con su techo de plancha y su presevera. No tiene de qué quejarse. Peor para él, que clamará al cielo y no le escuchará. ¿Lo duda?, no. No, porque el vecindario lo había calado: vivía de las rentas.

La cabra tiene ideas y ello la salva. Ave. El cabrero que no sabe apreciar sus virtudes, no. ¿Es mala persona?, no, no llega. ¿Entonces?, no vale la pena No. ¿La cabra piensa?- inquiero- si,  puede ser, a su manera reflexiona. ¿Y?, nada, yo tampoco medito cuando hago el amor (como predica la tercera edad) con la penca abierta de par en par; solo la miro y nos contemplamos, cual si fuera o fuese un espejo, un azogue, da lo mismo y me da como vergüenza y ruborízome. A la cabra le da exactamente igual. Ella, la pobre, como rumiante y vegetariana que es, mientras tenga riscos vive ignorando que dura como un ignorante que se deja ir, así, a lo que quiera el matarife. ¿Sí?, si. ¿Cómo el vecino que la mata mirando al naciente..?, no: el carnicero no sabe discernir. ¿Cuálo?, lo que oye, camarada pastorcillo, tu tampoco. La cabra tiene ideas, pero nadie la enseñó a escribir y perdió la capacidad de comunicar gráficamente, no sé, tal vez sus antecesores pintaron las cuevas como si fuera un retrato familiar. Mira: aquí está mi tía y mi primo que es el que calza zapatos de dos colores. Al fondo mi concuño riéndose, ¿lo ves?, sí. Y tengo otra foto de mi hermana muerta, ¿te percatas?,  no, pero intuyo que puede ser aquel angelito que parece que se ríe de la muerte, con la cajita blanca llena de flores y vestida con el faldellín que lució ante la pila bautismal, ¿sí?, sí. Suponiendo que don Felipe el retratista siguiera en el mundo de los vivos sería posible hoy contemplar un daguerrotipo en sepia donde pudiera o pudiese ver el cuadro indeleble, plasmado para siempre, ¿lo veissss?, no; no veo nada, la cabra es corta de vista y lo que otea se lo salta brincando, ella es así de alegrona. Y pa mí que no anda bien del tino. A mí, cotidianamente me maloriaba el corazón hasta que me cansé de su carácter cansino y enredador. Después, volví mis requiebros hacia la penca: era el futuro que ya iban marcando los valientes y derrotados emigrantes, antecesora del áloe vera que lleva entre nosotros la pila de años sin que nada ni nadie, inclusive yerberos y curanderas, le hiciera o hiciese el mínimo caso. Por ello, en una noche aciaga, decidí meter mi miembrito, perdón, no encuentro palabras,  en la geometría babosa y plena de cariño, una gaveta que me acogió sin pedir nada a cambio, silenciosamente, como un matrimonio veterano y cansado de ver pasar la vida. Después, uno se lavaba con agua - ¿cómo si no?-, y resollaba y aquí paz, etc. Y la cabra mirando con desdén a las montañas, poco más puede pedirse. Y la penca, abierta – ya se dijo – babándose del gusto. The end. ¿The end?. No, aún queda por escribir que la leche de la cabra es bastante buena para hacer queso. ¿Punto y final…? vaaale. No, aun no, porque la nobleza obliga a decir que mi querida opuntia estaba sobrada de generosa entrega y que nada pedía cambio. ¿Usted, caballero zagal, puede asegurar que el queso es bueno? ¡Sí!. Pues firme aquí, al final de este documento. Y que conste que uno, yo, no he visto nada. Fuerte rebujón, maestro, pero así es la cosa.

No sé si el presunto lector – está de moda esta rendición –, sabe que lo anteriormente escrito es un cuento erótico, épico o romántico; ya nada es igual. Pero hay que tener fe. Como yo, uno, la tuve confiando en la viscosidad de la penca, poniendo tierra por medio con mis anteriores amoríos con las cabras y dando seriedad a mi profesión. Soy un pastorcillo…que únicamente aspiraba ser feliz allá arriba en las montañas, dónde el ganado pretende que uno las quiera a todas por igual. Cada cabra es un mundo y yo, uno, me cansé de mostrarles y darles cariño y mucho amor. La opuntia viscosa es mucho menos exigente. Y no dice nada. Es, ¿cómo decirlo?, minusválida o lisiada y, sin embargo, lleva en su naturaleza colonial, todo lo que un soltero puede aspirar, siendo como soy, un pastorcillo.

Etc.

Cheche Dorta